viernes, 22 de febrero de 2013

"Quiero volver a mi país"

Muy bien. Voy a ser súper cínica, ¿vale?

Allá voy.

Ay, qué gracia. Acabo de ver en la calle, sentadito al lado del semáforo más concurrido por el que paso cada día, a un hombre ejerciendo de mendigo con el siguiente mensaje en el tradicional cartel (tradicional el cartel, no el mensaje): 

"QUIERO VOLVER A MI PAÍS. UNA AYUDA, POR FAVOR."

Me han pasado por la mente estas cuatro cosas:

1. He visualizado al hombre haciendo cola junto con otros compis de oficio, esperando las instrucciones para la labor del día por parte del organizador de su cuadrilla mendicante. Todo muy rollo Dickens.

2. Me he imaginado su cara de sorpresa al recibir el cartel con el que tendría que posar hoy. Y al jefe explicándole: "Verás, es que según el último estudio de mercado, éste es el slogan que lo peta de verdad".

3. Luego, he adivinado el cumplimiento de la profecía marketiniana, el éxito del mensaje. Viandantes muy hechos ya a ignorar las llamadas del tipo "por favor, tengo haaaaambre y quince hijos, ocho de ellos con mutilaciones severas", pero encantados de soltar choja para facturar a inmigrantes de vuelta a su... bueno, fuera de su vista, simplemente. De hecho, es un chiste, ¿no? Me refiero a que creo que he oído ese chiste de un ciego que pide en la calle, y que viene un espontáneo y le planta una cartel que dice "me faltan 10 euros para el billete de vuelta a..." y el ciego va y se forra.

4. Por último, se me ha ocurrido pensar que la estrategia comercial podría perfectamente no ser tal. O sea, que el buen hombre efectivamente podría querer pirarse cuanto antes de aquí. Es que, de hecho, podría perfectamente no ser inmigrante y estar muriéndose de ganas de marcharse rapidito. Joder, podría ser cualquiera de esos viandantes de antes, que en realidad no quieren mandar a gente de vuelta a sus lugares de origen, sino salir del suyo. O del nuestro. De aquí mismo, vamos.

 "Me voy pa'Marte."

martes, 19 de febrero de 2013

Bibliocitas (3) + confesiones de regalo

En mi transcurso por la narrativa juvenil publicada en 2012, me he encontrado con (muchas cosas; tantas que me resultará muy difícil procesar todo lo que estoy absorbiendo, pero, entre ellas, me ha sorprendido especialmente) una muestra nada desdeñable de extractos que aluden directamente a la experimentación de sensaciones de angustia o ansiedad.

Aquí va uno de ellos (la confesión, más adelante):

PERDIDA EN EL ESPACIO

Mi padre nos llevó a Matthew y a mí a Disney World el verano después de la separación, el verano antes de que yo empezara bachillerato. Tenía 14 años.

Sufrí un ataque de pánico en la nave espacial Tierra. Algo acerca del trayecto, y el viaje a través de 40.000 años -los egipcios, los romanos, el futuro-, me hizo pensar que todos éramos pequeños, insignificantes, que aunque fingíamos que nuestras vidas importaban, en realidad, éramos irrelevantes. Todo se termina. Los años. Las generaciones. Las civilizaciones. Todo el mundo se muere. Me asomé por el borde de la atracción y no vi más que un agujero negro, sin fondo. Si mis padres podían romper, ya nada era para siempre. Nada era indestructible. Todo estaba condenado. Al respirar, notaba como si unos cuchillos se me clavaran en las costillas.

De vuelta a la luz del sol, la sensación empeoró. Había gente por todas partes, desconocida, y yo era tan insignificante, tan inútil. Todo carecía de sentido. Estaba perdida, como el globo desinflado que se desploma antes de elevarse al cielo. Por la noche, en el hotel, no podía dejar de llorar. Traté de amortiguar mis sollozos con la almohada para que mi hermano y mi padre no me oyeran."

Diez cosas que hicimos (y que probablemente no deberíamos haber hecho)
Sarah Mlynowski

La cosa es que leerlo funcionó en mi cabeza como un resorte automático que me teletransportó al vívido recuerdo de una situación muy parecida:
Era incapaz de entender por qué, pero desde que llegamos, todo iba mal. Mi cabeza iba mal, y no sabía cómo arreglarla.

Mis padres me habían llevado a la Expo a pasar unos días. La noche de la llegada estuvimos paseando por Sevilla y fuimos a cenar a un restaurante. 

Surgió de manera repentina durante el paseo, como un fogonazo devastador que lo arrasó todo: la eternidad. En episodios previos ya había experimentado horrores de tipo trascendental; la idea de la muerte me acosaba con una crueldad feroz, pero yo y mi miedo ancestral habíamos llegado a buenos términos gracias a mi educación católica. Y así, con ese pacto, iba tirando. Hasta que llegamos a Sevilla y el verdadero significado de "eterno" me dio un bofetón en toda la psique. La angustia crecía en círculos concéntricos ahogándolo todo, dejando sólo ese terror espeso ante la desesperación absoluta de saberme sin remedio posible. No quería dejar de existir nunca, pero no podía concebir ni soportar la idea de no acabar de hacerlo... nunca... nunca jamás... jamás de los jamases.

Me sentía horriblemente mal, y además horriblemente culpable por sentirme tan horriblemente mal. Apenas pude comer nada en la cena. Y la situación se perpetuó durante todo el viaje.

Creo que en cierto momento se desvaneció el pensamiento obsesivo que lo había generado todo, pero la angustia persistió con ganas. Recuerdo las vomitonas y el asco profundo que cogí a los bocadillos de salchichón (que mis padres, en aquellos esforzados años, tangaban del buffet del desayuno del hotel) y a los zumos de naranja que mi madre me hacía tomar para hidratarme.

Recuerdo también el alivio que sentí el día que fuimos a comer al restaurante portugués y en mi plato apareció una deliciosa y suavecísima tortilla francesa (aprecio la incongruencia gastronómica, sí). Y el alivio, más pleno, cuando subimos los tres a una plataforma que se elevaba para mostrar la panorámica del parque. Era de noche, y de pronto vino la calma, y suspiré y dije: "Ahora estoy bien, gracias". Y el alivio cuando me di cuenta de que me estaba riendo, riendo de verdad, porque mi madre empezó a imitar el acento de unas señoras inglesas hiperexcitadas ante la visión de unos "choriiiitos" de agua.

Pero sobre todo me acuerdo de que, visitando uno de los pabellones, habían montado una exhibición para simular el fondo del mar, de modo que tú ibas caminado por una superficie transparante y bajo tus pies se dispersaban restos de naufragios, y yo dije en alto: "menos mal que no han puesto cadáveres"; y mi madre le dijo a mi padre: "pero, ¿no se le podía ocurrir decir otra cosa?; ¿qué le pasa?".

En fin, qué quieres, tenía 9 años y estaba aterrorizada.




viernes, 1 de febrero de 2013

El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger

Con ocasión de la última bibliocita, y también de mi recién inaugurada obsesión por la novela de Chbosky, Las ventajas de ser un marginado, dejo aquí esta micro-reseña, que va completando la lista aquella...
 

Holden Caulfield, un joven de 16 años harto de todo, es expulsado de su colegio privado unos días antes de las vacaciones de Navidad. Tras un altercado con un compañero, decide marcharse del colegio inmediatamente; sin embargo, tampoco quiere ir a su casa. En su camino a ninguna parte, se va topando con diversos personajes y facetas de la sociedad, presentados a través de su visión desencantada, cínica y hastiada.


J.D. Salinger construye un personaje inolvidable que relata su historia en primera persona y con un discurso muy cercano a la oralidad y al carácter del narrador, con expresiones coloquiales, repeticiones, alteraciones en la estructura narrativa e introducción de reflexiones en ocasiones incoherentes. Los diálogos contribuyen igualmente a generar esa impresión de realismo casi grosero. Todo en favor de la verosimilitud de Holden, un joven marginal, que experimenta una nostalgia atroz por la infancia perdida e idealizada, y profundamente deprimido ante la perspectiva de convertirse en adulto y formar parte de ese mundo feo, cruel y amargo.